“Nadie puede horadar/ con espinas su quijada/ no poner garfios/ en sus narices. Nadie ha de sacar/ al Leviathán/ con un anzuelo/ no siquiera con la cuerda/ echada en su lengua. El no ruega con nosotros/ ni habla lisonjas/ y porque no es siervo/ no hace concesiones/ ni conciertos. No lo parten los mercaderes/ ni juegan con él las niñas. Nadie corta con cuchillo/ su cuero/ o clava asta de pescadores/ en su cabeza. No hay osado que lo despierte/ ni valiente ante él que no desmaye. Sus dientes espantan y la gloria/ de sus vestidos son escudos/ fuertes y cerrados. Hay candelas cuando estornuda/ y hachas de fuego en su boca. Como fierro es caldero/ de sus narices sale humo. Su aliento es de carbones encendidos/ y en su cerviz mora la fortaleza. Leviathán es grande y el desaliento/ lo precede. Como la muela de abajo/ su corazón es firme y poderoso. Contra él no pueden las lanzas ni los dardos/ y la espada no le alcanza/ y el coselete no dura. Estima el hierro por pajas/ y la dureza del acero por leños podridos. Toda arma toma por hojarasca: / la saeta no lo amedrenta/ ni la pica de cuyo blandir se burla. Leviathán encala la senda/ que deja tras de sí/ la mar pinta con canas/ hace hervir como una marmita/ las aguas numerosas del mar. Pisa fuerte porque nada teme/ y toda altitud empequeñece/ y menosprecia. Leviathán es cosa única/ no encuentra semejante/ sobre la faz de la tierras/ ni igual en los abismos insondables. Yo lo adivino entre vapores/con sus conchas implacables. ¡Y cómo rige su cetro/ Leviathán sobre todos los soberbios!”.
La precedente paráfrasis del libro de Job, capítulo 41 de la Biblia, exhibe la concepción cristianas del Leviathán que, junto a la entidad Behemoth, configuran las dos bestias pintadas minuciosamente en dicho libro, ambas señaladas como la encarnación del Diablo.
Es usual admirar en las imágenes reproducidas de San Miguel y San Jorge que la figura infernal del dragón sea atravesada por la lanza y el Leviathán pescado con un anzuelo o en forma de cruz para ser encadenado a perpetuidad.
Y la tradición cristiana supone que “si el dogma de la Encarnación se cortase por la herejía, él podría desencadenarse de la cuerda que lo tenía enredado para ejercer otra vez toda su fuerza de seducción sobre los pueblos del mundo”.
Bossuet llama a estas dos bestias infernales “precursoras del Anticristo”, pues son las que inspiran todas las herejías.
Por otra parte, conforme a la concepción cabalistas de estos mitos, Leviathán encarnaría a las potencias marítimas y Behemoth a la personificación de las potencias continentales en pugna entre sí.
Y afirma Gueydan de Ropussel que “los únicos descendientes de Adán asisten como espectadores imperturbables a la batalla de las naciones, esperando la hora de repartirse sus despojos y la carne del vencido, esperando que al fin del mundo el Leviathán sea sacrificado por Jehová y servido en el banquete de los elegidos”.
El talmud también menciona a otra entidad monstruosa denominada Ziz o Bar Juchne, que “representaría a una entidad aérea que cae sobre la tierra, siendo capaz de derribar centenares de cedros y de inundar docenas de aldeas”.
Se completa sí la trilogía de cada uno de estos monstruos, a los cuales se atribuye elementos determinados y distintivos.
Numerosos historiadores afirman que el origen de las ciencias políticas emana de la teología. Tanto las diferentes ramas del derecho e incluso la más variada forma de gobierno tienen antecedentes religiosos y míticos. Durkheim afirmaba que “los fenómenos religiosos son el germen de todos los demás –o al menos casi todos- se derivan”. Podemos entonces decir que también el concepto del Estado en sus diferentes formas no constituye ninguna excepción a estas apreciaciones, llegando a afirmar J. J. Rousseau que “jamás se ha constituido un Estado en el que la religión no le sirviera de base”.
Sobre estas ideas el filósofo Thomas Hobbes, valiéndose del mito del Leviathán, publica su interesante libro “Der Leviathán in der Sttaatslehre” donde lo compara con el Estado moderno.
En la tapa, un retrato del monstruo lo muestra representado con la figura de un hombre gigantesco, el cual está a su vez integrado por una multitud de hombres pequeños.
Escribe Gueydan de Roussel que el Leviathán de Hobbes “es un monstruo estéril que no engendra a nadie. No es un medio, sino el fin hacia el cual se encamina una humanidad sin Dios. Los homúnculi que componen el busto del gran hombre no son su posteridad, porque el gran hombre, ese dios mortal, está constituido por medio del pequeño, generación ilusoria, porque el leviathán de Hobbes no es otra cosa que el hombre artificial”. Y más adelante agrega que “es por esas características que el símbolo del estado moderno se le aproxima de la manera más impresionante”.
Los acontecimientos cotidianos en la vida de los argentinos nos inducen a comprobar que el mito recreado por Hobbes alcanza hoy en esta Nación arrutada y sin futuro dimensiones monstruosas y gigantescas.
Un Estado voraz, implacable, que insectifica a sus ciudadanos, omnipresente hasta en las más pequeñas cosas, generador de injusticias, y cuyas fauces devoran todo lo que está su alcance es una perversión de la democracia.
Julius Evola al anteponer el Estado moderno al orgánico vislumbraba a éste con “·sus hombres o, por lo menos, los más calificados entre éstos, sería bajo la forma de una orden, de una clase específicamente política, que tendría que presentarse y gobernar, no constituyendo un Estado, sino yendo a proveer y reforzar las posiciones claves del estado, no defendiendo una ideología propia, sino encarnando impersonalmente la misma pura idea del Estado. El carácter específico revolucionario en tal caso se lo debe expresar no con la forma del “partido único”, sino más bien con la del Estado orgánico. Se trata así solo del retorno a un Estado de tipo tradicional después de un período de interregno y después de especiales formas de transición”.
Alberto Camus escribía que la tarea que nos corresponde hacer ante el Estado Leviathán sería “Impedir que el mundo se deshaga. Heredada de una historia corrupta en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas en las que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión”.
¿Será posible para los argentinos dejar de discutir banalidades sin importancia y ponernos a pescar al monstruo Estado y encadenarlo a formas más justas, morales y evolucionadas?
Si no lo hacemos –o lo intentamos- el Leviathán será invulnerable y la soberbias de una clase política déspota y cruel sojuzgará la Patria que nos debemos.
Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta