Si el viajero visita Valcheta irá de sorpresa en sorpresa. Mirará en las riberas ornadas de espacios verdes correr las aguas del viejo arroyo mesetario; disfrutará observando las hermosas piezas confeccionadas por los artesanos locales; probará sus exquisitos productos regionales; escuchará cantar el agua en las acequias regando quintas y jardines, visitará el bosque petrificado más septentrional de la Patagonia y por supuesto que visitará el Museo Provincial “María Inés Koop”, así llamado en homenaje a su fundadora y primera directora, una verdadera defensora del patrimonio cultural e histórico de la localidad y sus parajes.
Hoy, Romina Rial, hija de María Inés y museóloga, es su actual directora. Inquieta, estudiosa y muy identificada con su especialidad, ha dotado a la institución de modernos atractivos, promocionando charlas de investigadores, muestras, siendo la anfitriona gentil en las visitas cotidianas tanto de turistas como de delegaciones escolares de toda la provincia.
Una gran cantidad de piezas se agrupan temáticamente en sus vitrinas, en sus paredes, en cada rincón, para contar una historia diferente y particular.
Allí se pueden observar ponderables y milenarios los huevos de dinosaurios que nos cuentan de un tiempo diferente y que al decir de García Márquez son pulidos, blancos y enormes como las piedras tan abundantes en la aldea de Macondo.
Se pueden ver las cáscaras de palmeras, petrificadas con sus dátiles fósiles como mirando al visitante desde la exótica quietud de sus cuadrículas perfectas; los restos convertidos en piedra de lo que hace millones de años eran gigantescos árboles que daban sombra y comida a los saurios del lugar, cuando era un bosque tropical.
En otra vitrina las turritelas con su historia circular como en los viejos mandalas orientales; los huesos del Milodón que tanto intrigaron al Perito Moreno desde su sueño de 10.000 años; la hueca caparazón del Gliptodonte, testigo legendario de un tiempo perdido; las huellas fósiles de aves, los grandes dientes del Carcharadón Milodón, tiburón de 25 metros, habitante del gran bajo del Gualicho, cuando allí las aguas se enseñoreaban impetuosas; Las ostreas erosionadas por la mano del tiempo como pebeteros tallados en piedra. Y allí, majestuosa la cabeza fósil del cetáceo marino “Delfín Picudo de Cuvier” para el deleite de los investigadores.
En otro espacio están los morteros con sus manos de piedra; las hachas ceremoniales, emblemas de mando de los Toquí, cuyos grabados y grecas se pierden en la noche de los tiempos; las puntas de flechas, los raspadores, los utensilios de hueso, los collares de redondas llancas y los diversos objetos líticos que nos cuentan la gesta de un tiempo legendario y distinto que busca el epitafio ercillano para rescatarlos del olvido.
Se pueden apreciar las piedras geológicas en su hermosa variedad –ninguna tan bella y colorida como la fluorita- que describen la riqueza de nuestro subsuelo.
En lugar desatacado descansan los objetos de la vida cotidiana de la colonia agrícola, parte de la historia del pueblo que no se resigna a olvidar su pasado de inmigrantes y de colonos que supieron forjar la tierra con trabajo y esperanza.
Llama la atención una vieja volanta del 1880 que perteneciera a una familia descendiente del cacique Pincén, con una muy rica historia que incluye a un ministro y que hoy solo espera a sus caballos para correr nuevamente por la estepa patagónica de “achaparrada flora y de plantas enanas”.
Desde sus paredes los viejos retratos de antiguos pobladores cuentan una gesta de pioneros donde todo requería de grandes esfuerzos y sacrificios.
Hay utensilios simples de la vida cotidiana; objetos de mucho valor afectivo para quienes los dejan en custodia o los donan al Museo: rastras antiguas, botellas raras, abanicos, cunas antiguas, el viejo piano de la escuela N 15, un sillón de peluquero, una antigua máquina de cine, radios, añejas revistas. ¡Cuánta nostalgia!
Cada pieza tiene su rótulo, para ilustrarnos y apagar la sed de conocimientos, y muy especialmente la gentileza de Romina para responder a todas inquietudes.
Cuando uno finaliza la visita al Museo “María Inés Koop” lo recibirán en el exterior del edificio los árboles de la ribera, las loradas que regresan alborotadas y las aguas del viejo arroyo que con su saludo dejan el alma colmada de luz y solaz.